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viernes, 6 de junio de 2014

Esperaría cien vidas, por caminar una contigo.

Cerré los ojos porque no quería sentir otra cosa que no fuesen sus besos. Abrí la puerta y deje ir a todas aquellas preguntas que nunca supe responder. El viento pareció acariciar mi cara con una suave brisa. De lejos se oían las olas rompiendo bajo el atardecer casi consumido por la infinita oscuridad de la noche y, derepente, abrí los ojos y se fue. No supe que decir aunque sabía muy bien que no era necesario decir nada. Tenía miedo a estropearlo de algún modo. Se había ido. 
Abracé mi cuerpo con la chaqueta de lana vieja y respiré tan hondo que todavía puedo sentir las cenizas de aquel aire en mis pulmones. El frío parecía haberse escondido detrás de los árboles, pero aquel aire hacia que se me pusiesen los pelos de gallina. 
En la radio dijeron que volvería a llover aquella noche. Pero la lluvia nunca volvió. Tampoco él. 
 Llegó el verano acompañado de ese ambiente soleado que me levanta dolor de cabeza. Salí a la playa y moje mis pies en la orilla. La sal hervía en las heridas que nunca llegaron a desaparecer del todo. Las cicatrices siguen ahí. Aquí. Las acaricio y vienen a mi cabeza recuerdos que quizá he olvidado, y memorias que quise olvidar y todavía recuerdo. 

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