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domingo, 8 de diciembre de 2013

Survive.

Las olas mecían el camarote en el que fogosos nos fundimos,  borrachos de amor y de vino. Abrí los ojos y salí a cubierta con su camisa blanca a medio abrochar. El aire húmedo de la mañana golpeaba suavemente mi cara y enredaba incluso más mi cobrizo cabello. Arremetí mi flequillo despeinado en la oreja. 
Sabía que la belleza de aquel amanecer era incomparable aunque el dijese que el movimiento de mis caderas era mucho más hermoso. Le encantaba contradecirme.
 
Remuevo la taza de té que preparan para mi cada tarde. A veces creo que soy la única señora que toma este té de las cinco en todo el condado. Miro por la ventana de la cafetería y arremeto mi cenizo flequillo perfectamente peinado en la oreja.
 
Me encantaba el mar. Y esos momentos en los que el también abría los ojos y subía conmigo a cubierta y me abrazaba por detrás. 

El ruido de la clásica Nueva York se vuelve cada día más insoportable. La joven señorita retira mi taza de vajilla inglesa que tanto me recuerda a casa. Aún así sé que mi casa ahora está aquí. En la vieja Nueva York, en la sexta con la séptima, en aquella desconcertante casa entre todos los inmensos rascacielos; una miniatura deteriorada por el tiempo y las circunstancias, como yo. 

Aquella mañana no despertó. Los médicos afirmaron que el aire del mar le vendría bien, pero eso sólo funciono los cinco primeros meses. Ni siquiera habíamos podido elegir los muebles de la desconcertante casa que compramos en la gran manzana. 

Sigo echando de menos Irlanda. Me hubiese gustado que nuestra hija hubiese conocido aquellas praderas. Me hubiese gustado que le hubiese conocido a él. Mientras tanto le escribo sabiendo que nunca podrá leer mis cartas. Aún así iré a verle esta tarde, recogeré la carta de ayer, y dejaré la próxima bajo la maqueta de nuestro velero.  



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