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sábado, 6 de abril de 2013

Construimos nuestras vidas con un material soluble que cada día se hacía más fuerte. Alrededor de la casa de campo de alejada de aquella lejana ciudad. Crecía como el almendro que juntos plantamos en el jardín de casa. Solíamos pasar las tardes de lluvia pegados a la ventana, observando escurrirse las gotas por el doble cristal, eufóricas. Leíamos libros de incomparables romances felices de tener uno tan real. Creíamos en los cuentos de hadas y en los finales felices. En los flechazos, y en que todo tiene su parte buena. Vivímos al margen del mundo. Sin frenos, ni embragues, ni palancas de cambios. Nunca nos cansamos de estar juntos. Hasta que llegó el día en el que te marchaste, con una silenciosa melodía, sin decir adiós. Y ese material del que nuestro amor estaba compuesto, cayó al suelo haciéndose pedazos sin piedad. Clabandose en mis pies cada vez que intentaba seguir mi camino. Recordandome a cada paso que no te olvidaría nunca.
Hoy, he decidido entretenerme. He salido a la calle y he podado un poco el Almendro del jardín. Me he sentado en la silla de madera blanca que te gustaba tanto; colocada en esa parte del porche en la que siempre hace sombra. Me he sentado a ver la lluvia caer desde otro punto de vista. Me he dado cuenta de que caen y luego se golpean contra el suelo desapareciendo entre el resto como todas las lágrimas que he derramado por ti. Me he dado cuenta, de que todo tiene una vida que algún día debe acabarse. De que nada, excepto este amor, durará eternamente.

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